Mi Primer Viaje Intercontinental a los 8 años
¡Huy, Huy, Huy! Amigos, quiero contarles sobre mi primer viaje intercontinental a los 8 años. Corría el año 1986. Supongo que por el clima propicio que recuerdo haya sido el mes de junio, pues aún estábamos en el curso escolar.
Este gran recorrido, en realidad, no abarcó un diámetro de 500 kilómetros. Tampoco era el primero, si tenemos en cuenta a los realizados con mi familia.
Sin embargo, díganme, para haber sido mi primer viaje solo, con 8 años, fuera de mi región natal, sin un peso en los bolsillos, 15 días, a full de adrenalina y sin back up familiar de ningún tipo…
Yo lo consideré mi primer viaje intercontinental.
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Por qué hice aquel viaje
Los viajes son parte intrínseca de mi espiritualidad. Un bálsamo con el que disipar los tedios. Son una mezcla de aventura hacia el inesperado futuro y la huida de lo presente.
Una tarde discutí con mi hermana mayor y, estado de cólera, la lancé sobre la cama. No fue gran cosa; pero recogí algunas pertenencias en el portafolios que usaba para llevar a la escuela y desaparecí. Al rato me dirigía hacia la Autopista Nacional. A mis espaldas, caía la noche en el pueblo de Fomento.
Recorrido
En el entronque de Placetas-Fomento me detuve por un descanso. En realidad, no tenía a donde ir. Tampoco intenciones de regresar. Una rastra acomodada con cabina en su trailer para llevar a los trabajadores de un contingente de la Construcción paró a recoger a alguien que hacía señas a unos metros de mí.
Subí detrás de él. Me senté a su lado más conversador que nunca. A ratos escuchaba, deducía que el carro les llevaba hacia Varadero. Construían un gran hotel y todo lo demás. El camión era lento y con mucho ruido. La noche era agradable.
Genial. Había “encontrado” un destino que, mejor, ni pedirlo. Me acomodé en el hierro del asiento improvisado hasta dormir. Uno de los señores me despertó con la pregunta: ¿a dónde vas? A la que respondí: ¿dónde estamos? Estamos en la salida de Jagüey Grande…
El hombre que había subido conmigo no estaba en el carro. Tuve miedo de que se dieran cuenta. Voy para un pueblo de campo cerca de aquí. Déjenme por donde puedan.
Detuvieron el carro y me bajé. Así, a solas, con una sábana fina en el portafolios como cama, hacía mi entrada triunfal a ese pueblo. Dormí en el mismo sitio donde me dejaron y en la mañana les seguí las huellas.
Cuando pasé por Cárdenas no tuve muchos reparos en ella. Desde que me había subido a aquel carro en Las Villas, mi mente había trazado un rumbo: conocer Varadero.
La ciudad de Cárdenas fue la que más visité. Puedo decir que viví en ella por una década (de días). La caminaba para allá y para acá. Su antena repetidora de TV se me hacía la ilusión de ser Eiffel.
Recuerdo, que años después, le comentaba a mis compañeros de clase que en Cárdenas existía una Torre Eiffel, en la que yo había estado. Era uno de mis logros decisivos en la competencia por alcanzar el corazón de las niñas de mi escuela.
Ningún otro niño hablaba de paseos y viajes a solas. Mucho menos, por otras avenidas, calzadas, carreteras y autopistas más allá de las contadas calles de Fomento.
Otros itinerarios
Todos los títulos y subtítulos de este post están alterados. Qué itinerarios, ni que ocho cuartos. Yo caminaba y me subía a cualquier ómnibus que me pasara por el lado y en el que no tuviese que responder preguntas.
De esta forma, a lo agente 007, con una cara amistosa para conversaciones ajenas, pero disimulando a full mis objetivos, visité al máximo los alrededores de Cárdenas. En esta ciudad (que recuerdo hermosa), y en Jagüey Grande fue donde más estuve.
Conocí Matanzas más allá de la Terminal de trenes, que era el único punto conocido. Una ciudad un poco rara para mí. Creía que las lomas eran solo de la naturaleza y que ciudad significaba un valle poblado. En Matanzas las guaguas suben y bajan por las colinas enmarcadas por ríos y puentes.
Recuerdo que al llegar me recibieron con un espectáculo infantil en el parque. Caminé por sus calles que te pierdes, incluso hice un intento fallido de subir a un tren hacia cualquier parte. No tuve como pasar el check-in.
Cuando estuve en Matanzas no sabía nada de Las Cuevas de Bellamar, ni su título La Ciudad de los Puentes, aunque terminé por intuirlo. Pero, que conste, me bañé en el río Yumurí y escalé el Pan de Matanzas. No, mentira. Lo imaginé desde el mirador de Monserrate. Fue una deuda que contraje con él. Que se retrasó, por muchos años.
Santa Marta y Varadero fueron sitios cálidos donde no estuve mucho tiempo. Ahora calculo que por los cuidados para mantener mi identidad. Jajaja. Sin embargo fue agradable estar en Varadero, caminarlo. Ya existían muchos de los hoteles y, a pesar de estar bien cuidados, lograba penetrar a sus jardines y descansar encima de las hierbas más costosas de Cuba.
Lo poco que anduve por Santa Marta se debe a que la usé de localidad de tránsito. Cada vez que pasaba por allí iba en dirección a otro sitio. No me preguntes por qué. Solo recuerdo que la atravesaba de salida a salida, le guiñaba un ojo y seguía camino hacia otro lugar.
Otras de mis visitas comprendían pequeños pueblos que no recuerdo; y que no quiero refrescar de manera forzada en el mapa. Se perdería la esencia de este post. Como es el caso de tener en mente que pasé por una entrada que tenía el cartel de bienvenida a un Central Azucarero.
Recuerdo haber circulado también por la carretera de Jovellanos y la de Bolondrón. En las inmediaciones de aquellos campos me quedé en un poblado pequeño donde me obligaron a dormir esa noche unas personas a las que les dije que iba para casa de un amigo de la escuela.
No sé si ellos me creyeron. El caso fue que dormí allí, me levanté temprano y me marché decentemente, después del desayuno. Digo decente, porque es común en mí, dejar con la palabra en la boca cuando me hacen tres preguntas insidiosas, que no llevan a ninguna conversación.
Tampoco descubrí si mis anfitriones le avisaron a la policía. Por mi parte, lo más que podía hacer, lo hice: mencionar el nombre de una cooperativa que se encontraba en aquella dirección y de la cual había visto su entrada al pasar por la carretera días antes.
También supongo que no existiera teléfono por los alrededores. Ni qué soñar con los celulares.
Un par de veces intenté llegar a la Ciénaga de Zapata, pero no pude avanzar más allá del entronque de la Autopista Nacional cerca de Jagüey Grande.
Un milagro de Dios
Mientras descansaba en un pequeño parque, más bien una esquina de calle, a la entrada de la refinería de petróleo de Cárdenas, y del pozo de petróleo que se adentra en el Mar; me sucedió los más insospechado que podría esperar.
Para mí fue un milagro del cielo. Cuando voy a sentarme, veo un billete de 20 pesos frente a mí que me dice en mudo grito: ¡cógeme, cógeme!
¡Wow! Nunca más oportuno. Mas no se detuvo ahí…
Estupidez incluida
Esta anécdota encierra algo de tonsura. En medio de mi triunfo por haber cambiado de clase pobre a clase media en cuestión de segundos, me sucedió algo insoportablemente estúpido.
Se acercaba un par de trabajadores del petróleo, con sus cascos y overalls de la Sherrit. Uno de ellos, asombrado, recoge de la calle un billete de 20 pesos, entre exclamaciones y sonrisas.
Quedé petrificado. Me contenía a grandes esfuerzos por no correr a la calle. Seguía con la vista a los obreros. Cuando se marcharon salté frenético, y…
¿Qué ven mis ojos? Otros dos billetes de 20. Era el momento de oro de mi Travel Carrer, Era millonario.
Pero, ¡seré tonto! Cómo no se me ocurrió…
Bueno, dejemos la euforia en este punto, para aclarar algo. Además de la situación en la que me encontraba… Teniendo en cuenta el valor adquisitivo de la moneda en las dos fechas (1986_2020), 60 pesos representa lo que hoy serían unos 6 000. Me conformo con ser milionario, jaja. Porque eso de los millones acá en Cuba no trae buenos recuerdos.
¿Cómo me alimenté en mi primer viaje intercontinental?
Ahora, más de treinta años después de mi primer viaje intercontinental escribo Guías de Viaje e Info Útil que le ceden servir a otros viajeros en sus andanzas. Pero de Casta le viene al perro. Nunca le tuve miedo al hambre o a interponer los propósitos buscados sobre los detalles. ¿Cómo me alimenté en mi primer viaje intercontinental? Muy simple: de varias maneras. Como te dije, la necesidad de comer jamás ha sido muy buena limitante para mis empresas. A diferencia de la mayoría de mis coterráneos, a quienes solo les importa la cantidad de comida en el saco, me conformo con lo que aparezca.
Comí de todo. Supongo que me haya acostado sin comer varios días por la propia arquitectura del viaje. Recuerdo solo los mejores momentos. Increíble capacidad discriminante de nuestro cerebro, ¿verdad?
Algunas personas me invitaron a comer con ellos. Hasta donde me alcanza recordar fueron tres casas. Almorcé en varias pizzerías, restaurantes, cafeterías. Siempre compro pan solo y luego lo mezclo con lo que haya.
Un mundo mejor
Las cosas eran distintas. La mejor pizza costaba 1.90; ahora la más barata 50 pesos y subiendo. A veces comías gratis con solo pedirlo. Los trozos de galletas, waffles, panecillos, no se vendían. Déjame contarte algunos detalles para que tengas mejor idea de cómo funcionaba lo de cenar con bajo presupuesto.
Como siempre fui entrometido, andariego y preguntón, hacía confianza y buena empatía con quienes conversaba.
Recuerdo que en las tardes, al salir de la escuela, antes de marchar a casa, me daba una vueltecita por los alrededores. Para serles claro, me llegaba al Coppelia. Pedía un helado gratis y me llenaba el resto del vaso con trocitos de sorbeto. Era un encanto de chica.
Creo que la amaba, y ella lo sabía.
Era hermosa aquella muchacha. Aún lo es. A pesar de los años, ves en ella a una de esas mujeres que siempre han sido elegantes; porque la verdadera belleza nunca desaparece.
Además, como en el amor no valen edades. Me encargaba de recordarle cuánto me gustaba. Lo malo de aquello fue que nunca me respondió. Solo se reía. Para cuando entré al quinto grado ya la había perdido, casándose con uno de su tamaño.
Quise amarla por siempre como lo hicieron mis abuelos paternos, pero al entrar Evguenia, la nueva niña rusa a mi clase, la olvidé de un golpe.
Por cierto, la vi hace algunos años, hermosa como siempre, a pesar de sus 58 años y me habló con tanta dulzura: mi chiquillo loco enamorado. Heló mis disimulados pensamientos. Supongo que no haya sido amor, claro. Sin embargo, cuánto puede hacer en las relaciones interpersonales una sonrisa diaria y unos trozos de waffles.
Alojamiento
Aquí la respuesta que salta a la boca es similar a la que te dije respecto a la comida: cualquiera.
El primer día viajé de noche. Una vez me quedé en casa de las personas que me invitaron en los campos de Jovellanos.
Las demás, fueron variadas y pintorescas: calles, terminal de ómnibus, ferrocarril, funeraria, escaleras de edificios, montes al lado de la carretera… Los lugares que más me gustaron fueron: el cementerio de Cárdenas, por su tranquilidad y limpieza, y los jardines de los hoteles 5 estrellas a los que accedí a hurtadillas, en Varadero. Lo malo de estas hierbas de lujo, es que las iluminan demasiado y me gusta dormir a oscuras.
La víspera de despedida de aquellas tierras fue inesperada.
La última noche
Ahora debo contarles de un hospedaje que jamás pensarían en él, al menos, no de manera divertida y acogedora.
Resguardado por la alegría infinita de los niños, puedo decirles que yo la pasé bien. Por supuesto que a este “alojamiento” debemos sumarle, Uhmm, yo diría “tachonarle“ la hospitalidad a punta de escopeta.
La última noche de mi primer viaje intercontinental de mi vida, la pasé en la estación de policía de la ciudad de Cárdenas.
Hasta ahí las clases
Tal vez deba decir, llegó la policía y mandó a parar.
Así fue la fatídica y trunca tarde que me echó a perder la fiesta. Llevaba medio mes deambulando por aquella provincia. Creo que no me quedarían muchos lugares de interés que visitar… ¿Quién sabe? Tal vez, aquellos inoportunos oficiales me cayeron del cielo.
Mi memoria alberga que aquella tarde me disponía a volver por cuarta vez a Varadero. Cuando tienes la oportunidad de dormir en el jardín de un hotel de lujo, en una de las playas más conocidas del Caribe, no se desprecia.
El patrullero se detuvo a pocos pasos delante. Dos oficiales, uno delgado y otro no tanto, se acercaron directamente hacia mí. El flaco, también más joven, salvo por el uniforme, no se hubiese sabido que era policía. Amable y sonriente me interpeló.
Me creo inteligente porque siempre llevo mi DNI. Aquella tarde, entregar orondo mi Tarjeta de menor, fue fatal. ¿Eres de las Villas? ¿Qué haces solo por aquí? ¿A dónde vas? La ráfaga de preguntas no me amedrentó. Volví a emplear lo de “voy a casa de un amiguito en la cooperativa tal”. Sin embargo, estaba sentenciado.
El polizonte me preguntaba sin dejar de sonreír. ¿Acaso no me tomaban en serio? Se me hace tarde… Venga, sube al carro; fue la respuesta.
Salvo la ruptura inminente de mi hermoso recorrido, no podría quejarme de aquella despedida. Anoté otros paseos y no pocas conversaciones a mi viaje.
(Han sido los únicos policías amables que he visto en las calles de Cuba. Y, a diferencia de las pizzas y el fluctuante valor adquisitivo de la moneda, en esto, el cambio de fechas no ha surtido efecto.)
En la estación se burlaron de mí todo cuanto quisieron. No me molestó mucho, porque siempre he tenido, incluso desde niño, palabras para amordazar a los estúpidos y salir victorioso en cualquier conversación. Mi talón de Aquiles es la alegría. Sin ella, me desmorono; no pienso, no hablo… Y en esos pensamientos de derrota viajera me encontraba.
Por suerte, los que me detuvieron en la calle no quisieron soltarme. Era su trofeo. Y estaban dispuestos a aprovechar mi compañía aquella noche. Vienen a recogerte en la mañana, me dijo el flaco. Vamos, te quedas con nosotros.
Dios me regalaba un Tour gratis de despedida. Anduvimos toda la ciudad. Pareciera que no tenían mucho trabajo. Aunque si lo pienso, en ninguna de las noches que anduve por Cárdenas, presencié conflictos.
Visitamos instituciones nocturnas, panaderías, bares, hospitales, discotecas… Pareciera que aquellos hombres conocían a todos. Conversamos con muchachas, familiares, amigos. A todos les contaban la historia de su acompañante: un viajero insólito que aguardaba ser repatriado a la fuerza.
Retorno de mi primer viaje intercontinental
No recuerdo bien, pero lo más probable es que no supiera volver a casa. A pesar de los años que han pasado, guardo la sensación de que no tenía los deseos de hacerlo. Espero que mi mami no esté leyendo este post. Por si acaso, me justifico. Lo que digo es que 15 días no eran suficientes para hacer brotar la nostalgia que te impela a regresar a una rutina sedentaria.
Bien entrada la mañana me recogieron unos oficiales vestidos de verde, en un coche de la policía, no patrullero y emprendimos el viaje de regreso.
Ahora mismo no logro recordar donde vivíamos exactamente. En casa me esperaba mi madre. Me parece que mis hermanos no estaban. Solo hago memoria de verla en la puerta cuando llegamos. Al parecer, ya me esperaba.
Renuncia. Es el único sabor que guardo del final de este viaje. Quien lee al gran Kafka, sabe de lo que hablo. Las cosas cambian. Los anhelos se convierten en rutinas cotidianas. Los sueños pasan desapercibidos. Las esperanzas las tejes en medio de una amalgama subdesarrollada que te exprime provocando una catarsis entre la alegría y el esternón.
Yo, como el viejo Santiago, aunque hayan pasado 84 jornadas sin pescar, espero mi viaje infinito. Sip. Continúo aguardando el momento, cada noche, de tomar mi mochila y partir; sin preguntas, sin pensamientos, sin regreso.
Adiós a mi primer viaje Intercontinental
En realidad, este post lo he reconstruido con flashazos sensoriales. Algo es seguro, amigos, ha sido, sin temor a equivocarme: mi primer viaje intercontinental. Muchos he realizado después, pero este journey, mientras no lleve a cabo uno realmente continental, conservará el número uno.
Ahora tengo una niña de 6 años con quien disfruto caminar por la Habana, ir a la playa o emprender un viaje acelerado a Las Villas. No dejo de contarle anécdotas, hablarle del viaje que algún día emprenderemos juntos por Europa, en tren. (Por la abundancia del corazón habla la boca.)
Pero es que no experimenté nada mejor. No tengo, no hallo manera de ser más feliz que no sea mientras viajo. Es la complicidad de una ruta ajena pero a la que hago mía a cada paso. Es el arte de doblegar titanes. Tal vez seamos Alfas aclarándole a las circunstancias cada rol: quién es el viajero que manda, quién la calle que obedece.
O quizás sea lo contrario. Es vivir el perenne reto de la fe nómada. Representa el intento de estar a la altura. Medirnos con nuestro viaje, con lo que tenemos delante: una ciudad desconocida, un valle, una montaña, un tren, un episodio (hostil o no)…
Todo esto en la aventura del movimiento, sin perder el amor y la paz.
Un abrazo cariñoso de Tío Lucio el viajero.
Ps: Les garantizo que el próximo post será más agradable.
2 Comentarios
Claudia Alvarado
Vaya Lucio. Me ha encantado. Es una preciosura. Me he reído y llorado con este artículo. La verdad, no sé cómo lo haces, pero es genial verte viajar tanto y con tanta pasión. Este relato es uno de los más emotivos que he leído en tu web. Sigue siendo tú. No pierdas las alas.
Lucioviajero
Jajaja, Claudia A. (Debo llamarte así, porque tengo otra amiga lectora llamada igual). Es a mí a quien le gusta escuchar tus palabras. Gracias. Tú también mantén las alas del corazón abiertas. Nos vemos por las calles del mundo.
Sobre mi vida viajera reflexioné en este post, pero te cuento algo secreto, creo que tengo un amor escondido en el alma. De esos a la onda de las escuelas primarias… Pues ella no lo sabe… Jajaja.
¿Sabes guardar un secreto?
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